El hombre que juega (final)

Font: Viquipèdia. El rapto de las sabinas (1799). Jacques-Louis David.

La competición y el estado

En palabras de Ortega y Gasset, la competición es anterior al origen del estado. Su tesis no es muy diferente de la de Huizinga, para quien el juego es anterior a la cultura, que la incorpora (la pugna, la lucha, el triunfo, etc., aparecen en todas las mitologías arcaicas). Si está en lo cierto, el impulso «deportivo» es lo que ha ido construyendo el estado de forma irracional:

«No ha sido el obrero, ni el intelectual, ni el sacerdote, propiamente dicho, ni el comerciante quien inicia el gran proceso político; ha sido la juventud, preocupada de feminidad y resuelta al combate; ha sido el amador, el guerrero y el deportista.»

Para Huizinga, el impulso agonal es el que da pie a las pugnas: la pugna por honor, de habilidad o lucha, de alabanza y celebración de la virtus (intercambio de elogios), los torneos de agravios (en el Islam), las fanfarronadas (al estilo de Carlomagno), los duelos, o el plotlach de las tribus de Norte de América (quién dona más al otro) son algunos ejemplos.

En Occidente este impulso se generaliza con la moral agonal, u homérica: «ser siempre mejor y superar a los demás.» En la sociedad agonal de la Grecia clásica la competición se desarrollaba durante las celebraciones sagradas con el objetivo de mejorar en lo terrenal y en lo divino.

No se diferenciaba la competición del acto sagrado, pero con el imperio romano el juego adquiere la forma de competición profana (ludus) y pasa a cumplir la función del panem et circenses, que es la que llega hasta hoy mediante el fútbol. Con este juego industrial nacido del capitalismo inglés el espíritu agonal se globaliza en la sociedad de la información.

Final de la copa del rey 2015

Final de la copa del rey, 2015

Las competiciones de hoy están despojadas de lo sagrado, de su élan, y los elementos serios del juego han ido desplazando a los no-serios. El liberalismo y su iniciativa privada han desplazado la competición al terreno de los negocios, despojada de su sentido inicial; Así, los juegos de invierno, Eurovisión, o las Olimpiadas, son ejemplos de una industria que juega para el mercado, es decir, «en serio».

Siempre queda el esfuerzo individual y la victoria personal, pero es muy dudoso pensar que los millones que los patrocinadores y gobiernos invierten vayan destinados a preservar el espíritu fraternal de la moral homérica.

Por ejemplo, Eurovisión 2008 fue la edición dotada con mayor cantidad de bromistas y «aguafiestas», en el sentido de Huizinga. El efecto que causó Rodolfo Chikilicuatre en el escenario y el resultado de las votaciones indicaron claramente que la población estaba a favor de romper la «seriedad» de una competición, de querer participar con la broma, y por lo tanto, de romper su seriedad.

Al año siguiente, la organización prohibió la presencia de «friquis» para evitar que el «efecto chikilicuatre» rompiera la ilusio de que Europa escoge su mejor cantante. Quienes siguen jugando a Eurovisión hoy, siguen «haciendo ver» que es un certamen serio y no una industria.

¿Homo economicus, o Homo ludens?

Huizinga separa el homo economicus del homo ludens, aunque puede que no haya tanta diferencia entre ambos. ¿Cuál podría ser la diferencia entre trabajar para ganar y jugar para ganar? En ambos es necesaria una cosa: libertad, pero en el segundo caso este puede ser abandonado sin necesidad.

Huizinga compara las leyes del mercado -juego serio- y las del juego de azar, indicando con ello que el capitalismo no se diferencia demasiado de un juego:

«La inseguridad de la línea de separación entre el juego y lo serio se manifiesta en el siguiente caso: se juega a la ruleta y se juega a la bolsa. El jugador admitirá en el primer caso que juega de verdad, pero no en el segundo. El comprar y el vender, con las esperanzas puestas en una subida o en un descenso de los precios, se considera como una parte de la vida de negocios, de la función económica de la sociedad. En ambos casos lo decisivo es el empeño por obtener una ganancia. En el primero se admite el carácter puramente azaroso, aunque no del todo, puesto que existen «sistemas» para ganar. En el otro, el jugador se figura que de algún modo que puede prever la tendencia futura del mercado. La diferencia de actitud es en extremo pequeña.»

¿Jugar o ganar?

En lo que se refiere a jugar o ganar, el primero no incluye el segundo término. Además, jugar es una actitud primaria, mientras que ganar es una conducta social. Extendiendo esta diferencia, no creo que sea la misma respuesta el goce de jugar y el goce de ganar. Con esto no me refiero al «fair play», o a «lo importante es participar» (convenciones agonales), sino a que en toda actividad lúdica hay un valor que se gana ejecutando el juego independientemente del desenlace.

«Ganar quiere decir: mostrarse, en el desenlace de un juego, superior a otro. Lo ganado se generaliza (se transmite del individuo al grupo) y beneficia con prestigio y honor. Se gana una puesta, simbólica o material, o ideal, no es una ganancia, que corresponde al trabajo, sino un premio, que corresponde a la competición. Por otro lado, el valor del juego, no del premio, es la esencia de la actitud lúdica: la recompensa es el juego, y cuánto mayor sea la tensión e inseguridad.»

Quizá tenga razón lo que defiende el paleontólogo Eduald Carbonell, que nuestra cultura es un reflejo de nuestro estado evolutivo, una etapa donde el sistema liberal es la respuesta organizada al impulso de la competición, a diferencia de otros sistemas más igualitarios para los que nuestra especie aún no estaria adaptada.

El arte poética

Huizinga dedica dos capítulos a hablar de las conexiones de la poesía como juego, y la representación poética —personificación y mito— como juego arcaico integrado en nuestra inteligencia infantil, como defendería Jean Piaget. Del jugar infantil nace la poesía, y de los primeros juegos la poesia arcaica con sus estilos y reglas de composición.

La poesía «juega» con la representación y el lenguaje de lo que resulta la metáfora, el mito, las figuras, o el ingenio verbal. Además, la poesía nace en y como juego sagrado, fundamentado en enigmas, oráculos e imágenes que representan un misterio cuya resolución permite iniciarse en ellos. En sus inicios, poesía y mito era la misma cosa. Cuando el mito se vuelve mitología, y la poesía literatura, estos se vuelven «serios» y pierden su función lúdica: se vuelven «litúrgicos.»

El hermetismo seria un juego de tradición hermética sobre la búsqueda de significado a través de la propia experiencia y los símbolos. Desde los oráculos a los textos religiosos, la poesía orfista, la pura, las vanguardias, la metafísica, el haikú, el ocultismo, etc., el juego hermético viene siendo lo mismo: un desvelo mediante la resolución de juego lingüístico; un «no saber sabiendo» que decía San Juan de la Cruz.

«Llamar a la poesía, como ha hecho Paul Valery, un juego con palabras y el lenguaje no es ninguna metáfora. Es la verdad precisa y literal.». Las figuras poéticas tienen un papel significador: «Lo que el lenguaje poético hace con imágenes es jugar con ellas. Las dispone en estilo, les confiere misterio de manera que cada imagen contiene una respuesta a un enigma.»

La guerra o la barbarie

La guerra se distingue de la guerra total o de dominación porque se limita respetando una serie de normas, como que el enemigo se considere par del otro, o que ambos bandos posean legítimo derecho o las mismas convenciones. Sin embargo no siempre es así. No todas las tácticas usadas en la guerra son convenidas, a pesar de que la propaganda se encargue de reducir el elemento bárbaro de la contienda; el problema de la guerra o la barbarie es que no es posible ponderarlo exactamente.

«Mientras las cosas van con iguales, se puede estar animado por un sentimiento de honor, al que se vincula un estado de ánimo de apuesta y una exigencia de cierta moderación, etc. Pero en cuando se dirige la lucha contra los que son considerados como inferiores —ya se les llame bárbaros u otra cosa— cesa toda limitación de la violencia y vemos la historia de la humanidad manchada con las espantosas crueldades de que se gloriaban los reyes sirios y babilonios como de un hecho que placía a la divinidad.»

En la guerra total, tradición originada con las conquistas asirio-babilónicas, es, por el contrario, la guerra de exterminio que se inspira en el mandato divino y se realiza por la gloria sagrada. Este tipo de guerra total, imperialista, totalitaria, de limpieza étnica, de castigo y barbarie sin norma, sobrepasa las limitaciones de la guerra «culturizada» preescrita por convenciones.

Cabe añadir que la relación entre la táctica y la estrategia con el juego —la pugna— es suficientemente clara como para hacer referencia no solo a los juegos de guerra o «wargames» (como el Risk o el Third Reich), sino a todo tipo de juegos de mesa como las damas, el ajedrez, el póker, o el mankalé; excepción hecha de «el juego de la oca», probablemente el juego de mesa más existencialista de nuestra cultura. Además, se ha de entender que el juego tiene lugar durante tiempo de ocio, pero su táctica o estrategia, su jugabilidad pongamos, es de la misma naturaleza que durante la guerra.

Lo serio y la broma

Huizinga advierte que lo contrario de lo serio no es el juego sino «la broma«; ésta, como la risa, lo cómico, lo necio, o la diversión, es una reacción que proviene del juego, y por lo tanto lo acompaña, pero no es el juego en sí. Hay juegos serios y juegos para reír.

Desde la antigüedad, ambos contrarios han establecido sus límites y sus tolerancias, y en cada cultura se han preescrito una serie de códigos para identificarlos. El código cambia con la cultura; sin embargo, el sentido del humor es algo tan básico y fundamental en el ser humano como la actitud lúdica.

La broma, o la risa —añado— hace cómplice a quien la disfruta con quien la ejecuta. Es una complicidad lúdica, un «acepto tu juego, lo veo, y puedo mejorarlo». Aceptar estos juegos o convenciones —ironía, calambur, sarcasmo, chiste, caricatura, etc…— permite participar de la broma.

Ahora bien. ¿Qué sucede cuando el código no es compartido? La broma no surge. Y peor aún. ¿Qué sucede cuando el código es interpretado como una ofensa? Qué la respuesta es «seria». El ejemplo más extremo que creo recordar es el de las Caricaturas de Mahoma. En este caso, el juego se difunde para lectores de cultura liberal, pero el código fue interpredo como ofensa por la cultura islámica que siente aversión por las representaciones no-serias y el sarcásticas de lo sagrado. Además, el ofendido, en tanto que creyente, se siente doblemente ofendido, pues lo sagrado en toda educación religiosa es tabú y, por lo tanto, se prohibe jugar con ello y menos aún en broma.

Dijimos que lo sagrado es una identificación con el acto o la ley, no una representación «como sí» de un acto o ley. El fanático religioso, pues, nunca puede tomarse a broma o como juego el contenido religioso. No es que no sepa jugar ni reír, es que no comparte el mismo código y, además, por su identificación con lo divino le está prohibido desacralizarlo.

Más allá está la reacción extrema, el integrismo, el totalitarismo, el patriotismo, las ideas fijas, la religión; en fin, todo extremismo intolerante con la broma. Por ello, uno puede conocer la salud mental —o higiene social— de una persona o cultura (incluso de un gobierno) conociendo su tolerancia a la broma, e incluso su capacidad para hacerse cómplice de la misma aunque sean adversarios.

Portada de la revista satírica Charlie Hebdo después de los atentados integristas.

Observaciones

Como ya han notado algunos historiadores, Huizinga no trata el sexo ni el juego sexual. La historia antigua, como la conducta humana, tiene suficientes casos como para dedicarle varios capítulos aparte. El lector podría encontrar seguramente en las obras de Ovidio (Ars amandi y Remedia Amoris) un el primer catálogo occidental de estrategias y conductas destinadas a la conquista, lo que indica la vinculación del arte de amar, la seducción, con el juego. Además, la mitología es bastante explícita en cuanto a juegos amorosos y la literatura medieval ha relacionado el amor no solo con el vasallaje, sino con actitudes agonales como la guerra, o la toma de un castillo (por ejemplo, en Jorge Manrique).

Otro elemento a desarrollar es la trampa. Hacer trampas en un juego es aplicar la norma no escrita —no pactada—. Su función es obtener una ventaja para ganar. Hacer trampas depende de la confianza que se tenga con uno mismo y los demás jugadores. Quien necesita hacer trampas, se diría, es aquel que no tolera perder y, por lo tanto, no desea el juego porque quiere ganarlo.

El tramposo sabe que mientras no sea descubierto mantiene la ventaja. Pero lo irónico del tramposo es que sólo puede haberlo cuando hay reglas pactadas. Si todos los jugadores hacen trampas, en realidad, no existe ventaja alguna. Siguiendo a Huizinga, si el tramposo suele salir más bien parado que el aguafiestas es porque a pesar de las trampas no rompe la ilusión del juego, lo que permite seguir jugando a sus adversarios.

Otro aspecto que no queda cubierto por la obra del filósofo holandés es el de aportar una base biológica del homo ludens. La base biológica de la actitud lúdica representativa (no competitiva) se podría encontrar, quizás, en los procesos imitativos y el papel de las neuronas Cubelli o espejo. De igual forma, la base del elemento agonal de la actitud lúdica podría hallarse en los centros y neurotransmisores de recompensa.

Vamos a terminar con dos puntos. El menos trascendente es el de los video-juegos y la realidad virtual, pues evidencian que la economía y la revolución tecnológica llevan la industria hacia el juego de representación «ultrarreal» mientras el elemento competitivo sigue sofisticándose. Es en este contexto de representaciones audiovisuales, como en el descrito en el «homo-videns» de Giovanni Sartori, el videojuego y otros derivados parecen acercarnos al simulacro de una vida soñada, un «más allá» de píxel.

El segundo punto és la utilidad del juego para la vida, o si se prefiere, el enfoque lúdico de la existencia. Dentro de ese «estar-ahí, haciéndose» de los existencialismos, quizá se haya olvidado el «estar-ahí haciendo como sí mientras uno se divierte». Punto de partida, quizá, de una cultura del ocio que deja algo de lado la razón vital, útil o histórica, es decir, las razones serias, sin las quales no habríamos llegado donde estamos.

Siempre me ha resultado sospechoso que la filosofía evite la risa, el desenfado y el juego.  No se puede jugar con lo eterno y grave si convenimos que és eso mismo. Y si fuera cierto que «no hay nada nuevo bajo el sol», una vez llegados donde estamos, quizá sólo queda la actitud lúdica frente a la vida: el ludovitalismo.

Hay situaciones reales «serias» que se aprender mejor cuando son «simuladas». El hecho es que en el juego «se simula» una conducta cuyo resultado no afecta a la vida real. Así pues, el juego és un mètodo de conocimiento que puede acercarnos a situaciones teóricas, históricas, sociales, o imaginarias con la inmediatez de nuestras decisiones que permiten comprender mejor las de los demás, así como sus motivaciones.

A donde quiero llegar es que tanto la ludificación como la interpretación de la vida como juego merecen hoy mayor atención. Los conflictos se pueden ludificar y jugar perfectamente. La crisis griega, la crisis financiera, las guerras, el estallido de la burbuja en España, o las elecciones, etc., una vez jugados pueden permitir ser comprendidos mejor.

Tablero del Twilight Struggle. Medio siglo de Guerra Fría ludificado en una partida de dos jugadores y tres horas de duración.

Recomendación

Huizinga es aconsejable para todo jugador que quiera mantener el «tono» y la «armonía» de su juego sin sobrepasar los límites. Consigue que reflexionemos sobre algunos malentendidos y creo que no me equivoco defendiendo las siguientes recomendaciones:

—Restituir el juego a la categoría de actividad humana principal, condición necesaria para la aparición de la cultura.

—Definirlo para poder identificar cuando es juego y cuando no es juego.

—Ponerlo en perspectiva histórica, para evaluar su universalidad y sus variantes culturales.

—Tomar conciencia de que la sociedad de masas y de consumo han reducido el juego a una actividad utilitaria, muy reglamentada, que se aparta de su esencia.

—La necesidad de tomarse como juego actividades más «serias» que han sido despojadas de su espontaneidad.

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