- (Algunos nombres han sido cambiados para mantener el anonimato)
En apenas dos años la política exterior cubana ha dado un giro inesperado —deseado o deseable—; ingerido, en parte, por la administración saliente de los EE.UU. y la necesidad de integrar la economía de la “llave del caribe” en la economía interregional y global. Sin embargo, con la entrada de la administración Trump, los viejos fantasmas de entreguerras empiezan a agitar las cadenas y nadie sabe si el ruido que se oye de lejos suena a tambores o a metal oxidado.
Infante en la caravana de la libertad.
Comemos juntos en casa, en Oriente, comentando cómo han subido los precios de la fruta por el aumento de los turistas. Al poco pregunto por Fidel, en lo que sospecho que ya debe ser un incordio para los nativos: “El cortejo recorrió toda la isla. Y la gente salió a recibirle de corazón.” “¿Lo vieron?” “No. No pasó por nuestra zona, pero lo vimos en la televisión.” Y lo que sigue es el relato narrado con mirada de porcelana, sin más movimientos que los indispensables para que no se estrelle en el sueño de toda una generación: la de quienes no pueden desagradecer a quien les ha hecho más bien que mal, dentro de un balance de cincuenta años.
En la televisión el relato del regreso del revolucionario al reposo final, junto a José Martí, alejado de su familia y transcendido en la Historia absolutoria, cobra tono emocionante; porque es en la televisión donde el tiempo no pasa para los documentales sobre playa Girón o la reforma agraria, álbum de biografías de astronautas, artistas, o músicos (ahora, el dominicano Daniel Santos). Las noticias, siempre excelentes y asertivas: siempre optimistas sobre el progreso de la revolución, como las del canal Tele Sur, la CNN venezolana. «Dentro de la Revolución todo; contra la Revolución, nada.» Se dice que fue la contestación de Fidel a los intelectuales. Y ahora, el cementerio de Santa Ifigenia, en Santiago: allí se concentran los elogios, los lloros y las flores; la meca de la izquierda para una Suramérica bajo el claroscuro de una conciencia colectiva maltratada: en la tumba de Fidel el romanticismo enraíza y aflora ante Piedad Córdoba, rodeada de periodistas y la llama eterna, anunciando su postulación como futura presidenta de Colombia.
Quito el volumen de la televisión y vuelvo a Tres tristes tigres: así rebautizó el exiliado Cabrera Infante su obra más conocida estando en Barcelona, y a resultas de la censura franquista y las sugerencias de Carlos Barral: un trabalenguas. Y es este el libro que preguntado en la librería de esta ciudad, la única que hay, nadie conoce, pues Infante no siguió —ni consiguió—, al parecer, la gracia revolucionaria.
Lo ojeo. Lo dejo en la mesita con apenas unas doscientas páginas leídas. Hay algo poético en todo ello: Infante dijo alguna vez que celebraría la muerte del dictador; y ahora, ambos muertos, su trabalenguas ha cruzado la frontera para encontrarse con los aplausos hertzianos del cortejo fúnebre de Castro. Como el encuentro fortuito sobre una mesa de disección. Y es que Tres tristes tigres (un ensayo del lenguaje, o del lenguaje oral transcrito y no del meramente escrito; tal vez, una mezcla entre Joyce y Flaubert; entre la música cubana y la clásica; o el cine americano y la vida nocturna, precisamente) celebra todo aquello que la revolución denostó, la música (o la voz) y el cine de influencia americana, no por ser antirrevolucionarios, a mi entender, sino por omisión: por no ser laudatorios con la revolución, ni fariseos con la dictadura de Batista. Tres tristes tigres sigue celebrando hoy el habla cubana antes de la Revolución y justo después —Hete aquí que Infante era funcionario cuando la terminó, y exiliado cuando la reeditó en Barcelona—. Y es que Tres tristes tigres parece una broma hecha por el materialismo histórico, o el propio Infante: una obra que rompe e integra la tradición: dialéctica maltratada tanto por el castrismo como por el franquismo: allí prohibida y aquí censurada, (censura benigna, a juzgar por las palabras del propio Infante dedicadas a su censor). La prohibición y reescritura de prácticamente todo el manuscrito y su posterior “afinado” podría considerarse un gran proceso de la dialéctica hegeliana aplicada al arte de la literatura hispana).
El hombre que yace dentro de la piedra
No lo vieron pasar, me dijeron. Quizás, por última vez, iba demasiado deprisa. Y otros muchos que no salieron por la televisión no la vieron pasar sencillamente porque no la esperaban. Al igual que hace dos años, el 2014, la sensibilidad se define según la generación: la de la revolución, la del periodo especial, y la de ahora, la del smartphone. Arsenio, joven exprofesor y panadero, por la noche, entre ron y cigarrillo criollo, indica: “Está bien lo que hizo. Bueno. Pongamos que de acuerdo. Pero ¿y luego? ¿Qué pasa con los que vinieron después? ¿A mí en qué me beneficia?” Arsenio, fue expulsado de la escuela por querer cambiar de trabajo, está desencantado pero no tiene motivos para dejar de trabajar por la mañana en la panadería y aportar a la economía familiar el lado práctico de la vida. Parece que la obsesión la llevamos los de fuera: “¿Fidel? ¿Muerto? Ese está más vivo que nunca. Fíjate, Ferran, que el padre de Castro, el gallego, en Birán, montó el economato y las instalaciones bajo su propiedad, de tal manera que el hijo, Fidel, cuando llegó al poder, ya lo tenía todo pensado: Cuba es como Birán, la versión paterna del economato, El sueño del padre de Fidel.”
En el bar musical, mientras se sirve cerveza por un dólar, Pablo comenta que estuvo por muy poco de irse a España con una valenciana, pero que le dio calabazas, y así, tras la aventura, Pablo, mulato atlético y resuelto que cocina en casa mientas fuma y mantiene el orden en el vecindario, tras regresar a esta realidad invariable que es el trabajo diario por y para la isla, a lo largo de estos años, lo único seguro que concibe es la impresión de que nada va a cambiar. “A Andorra, me iré a Rusia, y después, en Andorra, de ahí cruzo la frontera.” “Pablo, no hay aeropuerto en Andorra.” Pablo sonríe. A la siguiente cerveza nos añade anécdotas de Oriente: el encontronazo del secretario de la provincia con un artista local: el secretario, adusto ante los periodistas el día de la inauguración del local donde ahora estamos, le pide explicaciones al pintor sobre el mural que cuelga de nuestras cabezas: diversionismo ideológico de una representación del tío Sam montado en un cisne (representación que puede verse en el mural, pero que para un europeo, más que el tío Sam recuerda una variación de cuento escandinavo), exigiéndole que lo arrancara; y el artista le contesta que esa imagen representa la llegada del nuevo entendimiento entre los americanos y el cañizal azucarero de la isla. Los periodistas hicieron el resto, y el secretario se marchó, no sin conceder del todo la ventaja, pues dio indicaciones a Pablo de que en este local no podría escucharse música “bachata” ni “reggaetón”, sino ese jazz internacional para los turistas que han creado los Valdés.
Pablo habla como escribiera Infante (en realidad, Infante escribiera como habla el tal Pablo), como sabe el cubano que no es de la Habana y se dedica al trato con el cliente, es decir: como todos. El relato narrado resulta relevante por su conclusión estéticopolítica: la relaciones cubanoamericanas han dejado de ser lo que eran desde que Raúl pronunciara su discurso aperturista. Sin embargo, Pablo indica que “aquí todo sigue igual”. “¿Atado, y bien atado?” Le pregunto con ironía histórica. “Sí, tal y como quiere el hombre que yace dentro de la piedra.” Pablo se santigua, y en voz baja y le pide a la Virgen que le perdone, esbozando una sonrisa.
“Fuck”. El yuma —guiri— murmura al terminar su Cristal. Al poco cambia su expresión a la de un enfurruñamiento pálido. Habla en inglés y Pablo busca un par de parroquianos que dialogan con él. El hombre está agitado. Dicen que le han robado ahora mismo, y que ya ha visto suficiente de esta ciudad. El anglófono se marcha (no volveremos a verlo), se hospeda en el barrio de Pablo. Fue una mulata, una “guajirita” de uñas –espuelas—largas, con abundante bisutería barata: quizá una jinetera venida de fuera a cazar yumas para ganarse unos cuantos pesos ahora que cada vez más americanos, canadienses y europeos paseamos por sus aceras y sus parques.
WI-FI y motos eléctricas
Pero en dos años ha habido cambios visibles. Por las noches hay policía armada: chalecos antibalas y lecheras (como las llamamos en casa), y en algunos clubs usan detectores de metales. Al anochecer echan la nueva telenovela, Tras las huellas: un CSI de producción nacional con que conlleva de estereotipable: extraña mezcla de géneros cubanoamericanos en la que los diálogos son más forzados que los gestos; panfleto del relato oficial para los conflictos de la isla: ayer seis balseros eran asesinados por las mafias y sus familias perdían todo el dinero (sucedió un día antes de la noticia del 12 de enero, de la que se habla más adelante).
Ostensibles, las motos eléctricas vendidas por 2000 cuc, cuyo precio de fábrica son unos 300$, han arribado no porque el mercado las pidiera, sino porque estaban disponibles debido a que al ser eléctricas pasaban la aduana tras pagar sus correspondientes aranceles. Y su silencio mecánico contrasta con el bullicio diario de los bicitaxis, los carricoches, los almendrones y el stock del campo socialista. Y ésta es la segunda señal de que algo empieza a alterar el paisaje de las calles y los parques; la primera fue el turismo rampante; o quizá sea que con el tiempo no me acostumbro a las diferencias.
Otra señal: las viejas mesa-taller de relojero o mercero, mesillas con un marco donde cuelgan las bombillas que permitieron reparar o remendar, hoy siguen funcionando para el cubano, pero bajo sus bombillas hay móviles de importación de todo tipo, con los laptop encendidos, descargando aplicaciones para facilitar la entrada al portal de ETECSA.
Y es que este cambio señala la globalización filtrándose por los acuerdos y las demandas de un mercado negro, o gris, y salpica el paisaje como nunca se había visto nunca antes: los parques, antes lugar de especulación –dícese, de exposición y fatuidad—, son ahora Call Centers improvisados a la luz de las farolas o las sombras de los árboles, donde la concurrencia se engancha a la señal que no es gratuita ni libre por ser pública, sino de pago por ser estatal.
Uno escucha y ve los gestos de los familiares de WI-FI, generación del periodo especial, hablando con la generación smartphone, en consignas y el desconcierto dispar: miles de pesos para llegar al Dorado perdidos; más gastos para pagar abogados; más dinero para las mafias y así cruzar ilegalmente; la derrota completa de perder los billetes para sortear el istmo del Caribe, naufragados y perdidos para siempre con la estampa del regreso a casa con los bolsillos vacíos y una deuda de miles de cuc que pagar a los prestamistas; la venta de la casa, su hipoteca, que ya no podrá ser pagada por las divisas que habían de llegar del extranjero. Pero con todo, el deseo del cubano sigue siendo más fuerte que la propia realidad: “Obama cambiará de opinión en el último momento”; “Los abogados harán presión”; “Cruzaremos la frontera con la esperanza que no nos deporten y el amigo americano se apiade de nosotros”; “Trump lo va a cambiar todo porque quiere cambiar todo lo que hizo Obama”; “México no permitirá que miles de cubanos campen por su país, indocumentados, sino que negociará de águila a águila”.
Las noticias se filtraban bajo el paraguas de la desgracia. Y así, esa desesperación familiar se alza como uno de los temas, tal vez el gran tema junto la migración y las deudas, de las familias cubanas que no viven fuera de Cuba.
Calzándose los pies secos y mojados.
No es infrecuente encontrar un familiar que conoce alguien que se ha ido a hacer “la América”, como diríamos: la única que en el campo de los sueños del cubano está a la altura de sus deseos: deseos, tal vez, inconscientes y reprimidos por un padre demasiado duro con sus hijos, de quienes los complejos les devoran por dentro. Este “Dorado” es en el horizonte de las expectativas un punto lejano e inalcanzable pero destacable y comprensible, del que se puede hablar y planear; la meta final, que no es otra cosa que un hito del camino, ya que éste prosigue después de la meta; de la misma manera que el cubano necesita respirar y dormir tras una larga jornada avanzando por la selva americana, remando en patera o cruzando salas de inmigración, o interrogatorio, habitaciones de hoteles o despachos de abogados.
El 12 de enero, a las 17:00, la ley de ajuste cubano fue enmendada con un decreto presidencial y el compromiso entre el lagarto verde con el águila. Dicha ley, aprobada durante el periodo especial, tuvo el poderoso efecto de un imán para las voluntades férreas: cualquier ciudadano cubano que tocase territorio americano podía acogerse a dicha ley para adquirir residencia y el derecho a las ayudas. La medida, destinada a doblegar el comunismo tocado de muerte tas el derrumbe de la URSS, cumplió su función desde el campo americano: permitió que el necesitado cruzara el muro, bajo su cuenta y riesgo, claro; un muro, el muro de Cuba, el mar Caribe, las aduanas y su burocracia, que no iba a ser menos muro que el de Berlín, o el de Palestina, o el del mismo Trump en México, pero que la política exterior americana consiguió romper.
Los cubanos fueron desapareciendo poco a poco de la isla, y ésta fue quedándose sin su «Primavera», y a su vez, sin el capital humano que se cotiza mejor en el extranjero, algo que los Castro han entendido, demasiado bien. Sin embargo, para los pies secos o los pies mojados, el riesgo era la oportunidad de cumplir su sueño; sueño deformado, incluso mito, sobretodo, cuando el deseo quiere vencer la realidad con la idea ingenua de que los americanos aman los cubanos inmigrantes porque estos vienen de odiar la dictadura.
El filo de este decreto ha cortado los amarres del siglo XX. De repente, el cubano inmigrante despierta del mito: los americanos no nos quieren. Obama, el amigo yanqui, es un traidor (ni Pánfilo lo sospechaba). América no es ya el mismo sueño, o en todo caso, seguirá siendo el sueño de una administración soñado por una isla que chocará con la realidad de la próxima administración. Los cubanos que brindaron con champán la muerte del dictador y su putrefacción en el infierno, ahora aplauden el final de una era que les dio lo que tenían: unos padres que pudieron emigrar y adquirir la residencia para darles bienestar.
Al igual que con las “Latinas por Trump”, el americanismo lo puede todo para las minorías, incluso, movilizar sus miembros asentados contra su intrahistoria, como ese cubano-americano que cree que todo le viene dado, o aquel que olvida las razones de la historia. Incluso, para el imigrante ilegal, quien aún no se acostumbra a una América que le hizo soñar lo que ya no es sueño y ha dejado de existir. Hoy, el pies mojados —o secos— que cruza la frontera americana, sin visado, cruzará al siglo XXI: no tiene más privilegios que cualquier otro imigrante, y mientras evalua la jugada de la historia, y, probablemente, renuncia al sueño americano, los brillos de un nuevo Dorado empiezan a aurear sobre su frente: los destellos de un crucero de Norwegian Cruise Line, arribando.