Lo que sucedió a un rey con un elefante

Font: eldiario.es. El rey posa con un elefante tiroteado en una cacería en Botsuana. RANN SAFARIS.

Acaeció una vez que el conde Lucanor estaba hablando en secreto con Patronio, su consejero, y le dijo:

–Patronio, a mí me acaeció que un amigo mío me ha propuesto un negocio del que puedo salir muy beneficiado a expensas de mis súbditos. Este amigo, un noble señor, me propone que él corra con parte del riesgo y los beneficios, mientras contento a mis súbditos, y así, él llevar a cabo su parte sin esperar acechanzas. Como la naturaleza del negocio es tal que puede desatar la ira de mis súbditos, te pido, mi leal Patronio, que me aconsejes.

–Señor conde Lucanor –dijo Patronio–, bien entiendo vuestra duda y confusión por tener que poner en entredicho el buen gobierno y felicidad de sus súbditos a cambio de riquezas. Y parece que os aconteció con él, como aconteció a un rey con un elefante.

El conde Lucanor le rogó que le dijese cómo había sido aquello.

–Señor –dijo Patronio–, un rey hubo en un reyno muy próximo que gustaba de la navegación y la cacería. El rey era hombre notable y amado por sus súbditos, pero dejaba todos sus asuntos de palacio a cargo de sus ministros, convencido de que tenía el mejor gobierno de todos los reynos. Los ministros, a su vez, contentos con la munificencia del rey, gobernaban creyendo que tenían el mejor reynado del mundo, y así, el rey, contento con las dádivas de sus ministros y el estipendio con que estos le regalaban, llegó al punto de que reinaba sin gobernar.

Este rey era muy dado a la liberalidad en sus relaciones con gente de su condición, de forma que era muy correspondido. Accedía y concedía, y hacía negocios despreocupadamente. Y cómo todo el mundo le consideraba muy afortunado, él se acabó considerando muy afortunado de tal guisa que, en tanto no gobernaba, se olvidó de las preocupaciones de sus súbditos.

Sin embargo, llegaron años de carestía y una peste muy molesta que afectaba a las casas y al comercio se extendió por ciudades y pueblos. Los súbditos reclamaron menos impuestos y una mayor implicación de los gobernantes, así como una mayor participación de los asuntos del reyno, pero el rey, aconsejado por sus pareceres y la discreción de sus cortesanos, siguió confiando en sus gobernantes, quienes le querían de la misma manera que le temían, puesto que si fallaba el rey mejor del mundo Dios les castigaría. Por esta misma razón, los ministros convencieron al rey de que todo iba bien y le aseguraron que las dádivas no dejarían de llegar, aunque con un ligero recorte.

Un día, el rey aceptó una invitación de sus iguales para ir de cacería a África. Allí, agasajado por sus cortesanos y cortesanas, cazó el mayor elefante que un rey hubiera podido cazar. La criatura era muy bella y grande, tanta como su misma grandeza.

Sin embargo, quiso Dios nuestro Señor castigar al rey fracturándole la cadera y mandándole a un hospital muy conocido de su propio reyno.

Durante su sanación, los súbditos supieron de sus andanzas mientras ellos pasaban sufrimientos. Aunque puso toda su grandeza en parecer contrito, ya que le aconsejaran mantener la imagen bonancible y así ocultar el mal gobierno de sus ministros y de sus tratos con ellos, sus súbditos se enfadaron aún más.

Cuando el rey quiso darse cuenta, tal era la furia de la peste, que el reyno ya estaba completamente dilapidado. Al haber desatendido a sus súbditos perdió su favor, que es la obediencia, y estos, molestos con la corte y sus negocios gravosos para el reyno, empezaron a hablar mal de él y de su familia.

Cuanta más hambre pasaban, mayores eran las críticas, y la popularidad de la Corona caía en picado. Dado que el rey no gobernaba y los ministros gobernaban mal, los jueces empezaron a investigar a los negocios de la familia real. El perfil de los miembros más ociosos de su Corona desapareció y citaron a su hija como imputada en un negocio de uno de sus yernos, mientras, causándole un gran mal, los chascarrillos se pregonaban de pueblo en pueblo para escarnecer al rey que había matado al gran elefante y que Dios le había partido la cadera.

Al poco empezaron a conocerse los negocios gravosos para los súbditos, como los de sus ministros, y estos, aunque mantenían las apariencias, no pudieron evitar caer en la vergüenza cada vez que protegían al rey y ocultaban la cantidad de patrimonio privado, o de la herencia de su padre que no tributaba en el reyno. Finalmente, el rey no tuvo más remedio que abdicar si quería contentar a sus ministros, y estos a sus súbditos.

-Patronio, es muy triste esto que me has contado, puesto que no comprendo como un rey se puede desentender de sus súbditos a costa de ellos. Si el rey no hubiera ido a matar el elefante, Dios no hubiera querido enmendarle de esta forma, mas parece que lo que quiso es castigarle.

-Y vos, señor conde Lucanor, es menester que no hagáis como el rey que mató al elefante, y que no os desentendáis de vuestros súbditos, como tampoco os confiéis demasiado de vuestros gobernantes, quienes son muy proclives a los vicios y la mala virtud. Y si queréis pervivir y ser querido por ellos, debéis daros a ellos con la misma fe que ellos se dan a vosotros, porque el amigo que quiere hacer ese negocio a costa de vuestros vasallos, no será tan amigo cuando lleguen los malos tiempos.

El conde se tuvo por bien aconsejado con el consejo de Patronio, su consejero, e hízolo como él le había aconsejado, y se halló en ello bien.

Y entendiendo don Juan que estos ejemplos eran muy buenos, los hizo escribir en este libro, e hizo estos versos en que se pone la sentencia de los ejemplos.

Y los versos dicen así:

 Quien por vivir bien olvida pronto a los suyos

Cuando llega el mal tiempo sin apoyos se tuvo

Este nuevo cuento de don Juan Manuel apareció este año fruto de un feliz encuentro entre la hemeroteca de EL PAÍS y el Conde Lucanor de editorial Castalia, sobre una mesa de disección.

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