Totem y tabú, Algunas concordancias en la vida anímica de los salvajes y de los neuróticos, escrito en 1913, es una de las obras de Freud —si no es la primera— donde el psicoanálisis aborda fundamentos de la cultura humana. Muy en línea de la «psicología de los pueblos» del W.Wundt, y apoyándose en otras autoridades del siglo XIX como G. Frazer (La Rama Dorada), Darwin, Herbert Spencer, o Durkheim—, Freud ensaya las hipótesis de diversos autores sobre la cultura primitiva con la metodología psicoanalítica.
La obra marcó su ruptura con sus alumnos más aventajados, y tuvo el papel de polemizar con los antropólogos sobre la metodología, y de influir en etnólogos como Lévi-Strauss, pero no consiguió el efecto deseado por su autor mientras vivió: superar la conquista que produjo sus Tres ensayos sobre la teoría sexual.
Aunque la obra no aporta más que hipótesis antropológicas basadas en mecanismos psicológicos, el ensayo no está exento de cierta belleza discursiva —narrativa—, a pesar del estilo técnico y, a ratos, autocomplaciente del vienés, que avanza por etapas de la elucidación y síntesis, desplegándose por capítulos que se agrupan hasta el último, donde surge sin anticipaciones, la tesis más ambiciosa de Freud.
Lo cierto es que explicarla quita «efecto» a la narrativa discursiva, tal como si de una novela de misterio científico se tratara, cuya «anagnórisis» emerge como resolución de la trama misteriosa. Cierto es que dicha estructura no es más que una apreciación estilística que no pretende sino apuntar a un aspecto de la obra, sin desplazar las hipótesis sobre el origen de la familia, el animismo, o las religiones, cuyo objetivo es introducir el psicoanálisis en la antropología de la época.
De todas formas, Freud da razones para interpretar las causas de las primitivas formas de organización familiar, del «terror sagrado» hacia lo prohibido y lo santo, y de algunos atavismos contemporáneos que aún arrastramos en nuestras sociedades. Dichas razones, dentro del psicoanálisis, son bastante explícitas, pero para los neófitos, o para quienes se asoman al psicoanálisis no como ciencia sino como filosofía, poseen una inevitable forma apriorística, de razón suficiente, como todo lo que se deduce de lo inconsciente.
El goce es seguir su construcción capítulo tras capítulo, sus deducciones «trascendentales» a través de una especie de miscelánea, o historia natural de los actos primitivos, rastreables en nuestros complejos culturales, con un fingido pudor decimonónico, y sus paralelismos con los mecanismos de la neurosis obsesiva, la paranoia o el narcisismo. Pero hay algunas ideas que no destacan tanto por su certidumbre, sino por sus implicaciones y que vale la pena indicar (aquí, en forma de proposiciones):
a) El desarrollo de la psicología humana se corresponde con el desarrollo por etapas de su cultura.
Freud se basa en la concepción evolucionista de la sociedad (heredera de Spencer, Darwin y Comte) como también hará Jean Piaget en sus ensayos: en un salto poético sugiere el isomorfismo para comprender estéticamente, el problema que se plantea, esto es, comprender por qué llegamos a ser lo que somos. Freud establece correspondencias entre las etapas culturales del hombre y las del niño: 1) animismo, 2) religión, 3) ciencia; con 1) narcisismo, 2) fase edípica, 3) principio de la realidad. Isomorfismo que Piaget interpreta con las etapas del desarrollo de la inteligencia y afectividad del niño, que parecen desarrollarse cómo lo hace la historia de la filosofía: el paso del mito al logos.
b) la cultura humana posee un origen psicosexual que se identifica con la ambivalencia con los progenitores, y se representa universalmente a través del complejo edípico.
Resulta intrigante ver como el patrón del parricidio-filicidio, merced a los mecanismos de defensa de desplazamiento y represión, se observa en las culturas antiguas a través de sus representaciones. El miedo al incesto, el culto a los muertos, el chivo expiatorio o el sacrificio ritual, regresan como cerraduras que pueden abrirse con llaves estéticas (y técnicas), y permitir ver a los dioses y sus actos como representaciones originadas por los complejos adquiridos con las relaciones paternofiliales, los mitos como fantasías compensatorias, o las ceremonias y los símbolos culturales como elementos universales a la cultura humana.
c) La ambivalencia afectiva —tendencias opuestas— hacia los progenitores origina conductas que provocaran la primera moral: la «conciencia tabú».
d) El pensamiento animista —correspondiente con el totemismo infantil—, es la originaria visión del mundo natural, la weltanshaung natural del hombre.
e) El hombre primitivo actúa, el hombre civilizado se reprime.
f) Toda moral proviene de un crimen olvidado, aunque latente.
g) El parricidio ritual está en el origen de la cultura patriarcal.
h) La magia, la hechicería, la superstición y la religión, son conductas que reequilibran por desplazamiento los enfrentamientos interiores.
i) La «omnipotencia de las ideas» —la primacía del deseo y el pensamiento sobre la realidad—, da lugar a la magia, y sobrevive hoy en el Arte y la creación.
j) Tanto el arte como la religión son desplazamientos de desequilibrios internos, neurosis «culturales» y, por lo tanto, analizándolas se puede reconstruir los mecanismos inconscientes de sus creadores.
Freud como literatura académica es notable, y como filosofía, indubitable. Pero el alcance actual de su obra es sobretodo en las Humanidades. Eugenio Trías incorporó a la «filosofía del límite» (Lo bello y lo siniestro) las tesis finales de Totem y Tabú, y no solamente el estilo «sinfónico» de su ensayo, también su análisis. En resumen: la estética contemporánea adopta el desplazamiento de nuestros deseos reprimidos y latentes —deseos que se remontan a tabúes ancestrales como el parricidio, filicidio, la mutilación, canibalismo—, para explotar el efecto de «lo siniestro», substitución contemporánea del «terror sagrado» que despierta el tabú.
Pingback: El hombre que juega (II) | EL ECO SIN PASOS