Recuperar uno de los libros más interesantes de Ryszard Kapuscinski hoy, en medio de trifulcas entre repúblicas exsoviéticas, proporciona una perspectiva histórica de la continuidad dialéctica rusa. Publicado en 1993, tras los viajes realizados entre 1989 y 1991, el libro de viajes, Imperium (El imperio, Anagrama, 1994), aunque ha perdido pigmento, sigue valiendo como retrato descolorido: se pueden reconocer paisajes, personajes y, sobre todo, actitudes políticas.
Cronista de la descolonización africana, Kapuscinski construye a base de recuerdos y diarios un tríptico de la Rusia de su momento: antes, durante y después de la caída de su imperio. La vastedad del territorio le lleva a recorrer y conocer las peculiaridades de un estado plurinacional, especialmente Asia Central, y con una larga tradición de opresión y centralización de los poderes regionales; de norte a sur y de este a oeste; del frío al calor extremos; de los mares a los pozos de petróleo; unos 60,000 kilómetros de viaje avalan la mayoría de sus reflexiones que en su mayoría permiten comprender la geopolítica entre estados y naciones, grandes y pequeños.
Como en los clásicos de la literatura de viajes, Kapuscinski es un observador de «fondo», es decir, profundiza en la descripción más allá de lo percibido. Reflexiona y expresa sus inquietudes, posando su mirada sobre el espectro humano: la política, la cultura, la historia y las relaciones sociales; y como en la mejor tradición, fijándose en las mirabilia que emergen de la tecnología, los personajes, o la cultura en los confines más inesperados o conocidos.
Cómo polaco nacido durante la partición de Polonia, de cuyos recuerdos da cuenta en el relato, su mirada se fija especialmente en los conflictos nacionales: las fronteras.
Esta sensibilidad por la cuestión de las fronteras, ese afán incansable de marcarlas, de ampliarlas o de defenderlas todo el tiempo, no sólo es propio del hombre, sino también de toda la naturaleza viva, de todo lo que se mueve en la tierra, en el agua y en el aire.
En 1958, durante un recorrido en transiberiano, K. se topa con la lógica animal del control de las fronteras nacionales; la muerte, el sacrificio, por defenderlas o cruzarlas, como hecho propio de la naturaleza animal y que en el hombre cobra la entidad de línea fronteriza, de límite entre el bien y el mal.
La frontera no es sino el estrés, incluso el miedo (mucho menos a menudo, la liberación). La noción de límite puede entrañar algo definitivo, la puerta puede cerrarse detrás de nosotros para siempre: esta es la frontera entre la vida y la muerte. Los dioses conocen estas inquietudes y por eso intentan ganarse partidarios entre los hombres, para lo cual le prometen que, como premio, podrán entrar en el reino de los cielos, que será, precisamente, infinito.
Durante su periplo por la Armenia de 1967, cuya antigüedad y existencia es mucho mayor que la de las naciones occidentales, dice respecto a las naciones sin estado:
Un pueblo desprovisto de Estado busca salvación en los símbolos. La preservación del símbolo cobra para él tanta importancia como la defensa de las fronteras. El culto al símbolo se convierte en el culto a la patria. Es un acto de patriotismo.
La reflexión explica, precisamente, cómo se sublima el instinto fronterizo de un país sin fronteras, y cómo, a pesar de los intentos de ser suprimidos por los imperios, persisten en transmitir su razón de ser cultural y política. Sobre los armenios en guerra, durante 1990, momento de gran tensión en el cual el autor se convierte en protagonista, una pincelada sobre la condición humana de los reprimidos muestra que:
Ese deseo de que nuestra voz llegue a alguna parte es una necesidad característica de las gentes apresadas, que se aferran, como a una tabla de salvación, a la fe en la justicia del mundo, que están convencidas de que ser oído equivale a ser comprendido y, por lo tanto, a demostrar lo justo de su causa y a ganarla.
De igual forma, en su paso por Azerbaiyán, Kapusczinski reflexiona sobre dos instintos socioculturales de los Estados: el instinto de expansión con el de profundidad, es decir, el instinto de dominación e importancia, por un lado, combinado con el autoreconocimiento en la historia y la cultura nacionales.
Los pueblos pequeños que aman la paz han de compensar su instinto expansivo con el sentido de profundidad; cualquier aventura expansionista de un país pequeño resultaría hoy (1967) en estrechamiento: …la sensación de la profundidad permite a los pueblos conservar su dignidad sin la necesidad de dar rienda suelta al instinto de amplitud.
Dicha reflexión explicaría, por ejemplo, el estrechamiento progresivo de Serbia durante las guerras de 1990, la actitud del Poder con la historia, o también, aclararía por qué Putin prefiere arriesgar la dignidad del pueblo ruso a cambio del expansionismo postsoviético.
Sobre Ucrania, en 1990, el autor advierte de las dos naciones dentro de una república que se independizará un año después mediante un referéndum apoyado masivamente. La Ucrania Oriental, fuertemente rusófila debido a la limpieza étnica de Stalin, frente a la vieja Galizia occidental, que conserva el espíritu nacional ucraniano. A vista de pájaro, 23 años después de la independencia de Ucrania, se comprende que la dialéctica imperial rusa no ha cesado, sino que se ha transformado, y que las diferencias culturales de ambas zonas han formado el substrato sobre el que se está dando la guerra actual.
¿Y qué decir sobre «la Tercera Roma»? Los capítulos dedicados a la cultura imperial rusa son impresionantes, entre los cuales destaca la construcción y destrucción del Templo de Cristo Salvador; reconstruida por Putin actualmente, dicho templo ejemplifica la proyección dialéctica del imperio ruso contemporáneo: la sacralización del zar que evoluciona al culto de la personalidad de Stalin y, tras la caída del comunismo, la restauración del nacionalismo ruso. Prolijos son los detalles y las anécdotas que jalonan todo el trayecto, y variados los personajes históricos que representan dicho carácter autoritario. Sobre todo ello pende la idea recogida por poetas y escritores de que el fatalismo y autoritarismo rusos son el resultado de la vastedad y crudeza de la misma tierra que intenta dominar.
Sobre la Rusia futura, nos deja el interrogante de qué sucederá en el nuevo orden, con todo su aparato burocrático intacto: Se ha creado un clima favorable al fortalecimiento de los métodos autoritarios de ejercer el poder, un clima favorable a cualquier forma de dictadura. La respuesta hoy es la democracia autoritaria (o cómo se decía entonces, imperiodemócratas): Vladímir Putin.
No deja de tener importancia la advertencia que el autor lanza sobre el mundo global, una vez desaparecida la dialéctica Este-Oeste, que, desgraciadamente, podemos decir hoy que abunda en los medios de comunicación: las tres plagas sociopolíticas del nacionalismo, el racismo y el fundamentalismo religioso.
Las tres tienen un mismo rasgo, un denominador común: la irracionalidad, una irracionalidad agresiva, todopoderosa, total. No hay manera de llegar a una mente tocada por cualquiera de estas plagas. En una cabeza así constantemente arde una santa pira en espera de víctimas. Todo intento de entablar una conversación serena está condenado al fracaso. Aquí no se trata de una conversación sino de una declaración. Que asientas a lo que él dice, que le concedas la razón, que firmes su adhesión, no existes, pues sólo cuentas como instrumento, como un arma. No existen las personas, existe la causa.
Una mente tocada por semejante peste es una mente cerrada, unidimensional, monotemática y sólo gira entorno de un único tema: el enemigo. Pensar sobre el enemigo, nos alimenta, nos permite existir. Por eso el enemigo siempre está presente, nunca nos abandona.