Durante la jornada en que transcurre la novela, DeLillo convierte la Gran Manzana en un escaparate de los conflictos de la globalización: un capitalismo asentado sobre la tecnología punta y la acumulación de capital que sostiene el orden del sistema global, que es el orden de lo previsible —la tendencia—, frente a lo imprevisible —la oposición—. Su protagonista asistirá desde su limusina a la afirmación de la identidad en el sistema global, solamente posible mediante la oposición a la tendencia.
Estos contrarios se estructuran con dos voces: por un lado, un narrador apoyado en Eric que recrea el microcosmos del sistema desde su reflexión. Por otro, el reverso de la misma moneda: un narrador identificado, un desechado del sistema que quiso llegar a ser como él, cuya obsesión es la oposición a la tendencia y la destrucción del propio sistema.
En la ciudad global la ruptura de la tendencia surge de lo ocasional. Lo contingente sucede, cuando todo ocurre demasiado deprisa. Incluso la no-odisea en limusina de Eric Packer empieza con un hecho inofensivo y ocasional: «No sabía lo que quería. De pronto lo supo. Quería ir a cortarse el pelo»; expresión, “corte de pelo”, que en terminología financiera significa quiebra.
Eric Packer va a cortarse el pelo cuando la depreciación del yen como consecuencia de la subida del dólar en la última década hunde la economía norteamericana. De repente, Packer asiste a los cambios que se van sucediendo como un espectador que busca el sentido a cualquier señal, sea en los patrones luminiscentes de los quasars, las asimetrías y concavidades, las cábalas bursátiles, o en los microsegundos que tarda la información financiera en aparecer en pantalla.
Packer, como el hombre global, desea recuperar el sentido ante el desorden, por ello busca señales que den una cosmovisión a sus anhelos, como en la carta astral forrada en el techo de la limusina. Lo global, en lo local; lo general, en lo particular; el sentido de la deflación nipona anunciado en su próstata asimétrica.
La muerte como afirmación cierra la primera parte. A partir de aquí, bajo la protección de su vehículo, Eric descubrirá que el sentido no se encuentra en la asunción de normas, sino en la voluntad de ser. Pero no cabe esperar un romanticismo desgarrador: Eric asume la oposición a la tendencia como una renuncia a su mundo que conllevará su ruina, o la muerte.
Pero la oposición forma parte de la tendencia. No hay escapatoria: los inefables mecanismos del propio sistema prevén la oposición al sistema: así, por ejemplo, los movimientos antiglobalización son una reacción prevista y superada por el propio sistema, que a su vez lo legitima; así mismo, el asesinato es una contingencia creada y asumida por el propio sistema que lo crea.
Pesimismo posmoderno
Cosmópolis no es una crítica social, aunque puede entenderse como una visión pesimista del nuevo siglo que ha empezado.
Los cambios auspiciados por la fenomenología cuántica, la microtecnología, la velocidad, el relativismo, la virtualización, el ruido excesivo o las drogas, han creado un mundo de adolescencia prolongada, rampante individualismo y un perpetuo consumismo, donde el hombre busca el sentido en los sacerdotes de la nueva era.
Una cosmovisión en que la lucha de clases no tiene sentido, donde Marx se ironiza y se invierte: “un espectro recorre el mundo, el espectro del capitalismo”; una actualidad que ha desplazado la guerra de clases entre el primer y el tercer mundo; un activismo asumido por el sistema, virtual, de cámara y foco (como el pastel que recubrió la cara de Bill Gates, George Soros, o por ejemplo, Eric Packer).
La economía global ha llevado la especulación y la guerra por los activos a todo el globo, pero el sistema ha creado su propia antítesis: el terrorismo global. Este ya era un mal augurio en el año 2000, cuando se publicó la obra. Precisamente, en el mismo año salía otra “cosmovisión” pesimista, la del periodista Robert D. Kaplan, La Anarquía que viene, donde se retrataba la política exterior norteamericana como una respuesta neoliberal ante el inminente caos global.
En Cosmópolis encontramos tanto violencia como sexo (como la relación orgásmica durante una exploración de próstata y una subalterna). El comportamiento adúltero y desordenado de Eric emerge entre los síntomas de un malestar global, síntomas que remiten en la segunda parte, cuando Eric recupere a su esposa poetisa, durante la desnudez del descubrimiento de su identidad en algo parecido a los happenings de Spencer Tunick.
La no-odisea terminará en su propia biografía, en la cual hay que tomar la decisión final: abrir una puerta. El miedo al riesgo transporta a Eric a esa infancia no superada y al recuerdo de la madre: el miedo a abrir una puerta que equivale al riesgo de la libertad.
La rata deviene moneda de curso legal
El verso del polaco Zbigniew Herbert cobra relevancia en la novela; la rata reaparece como pulsación de la ciudad-global. La rata, un animal con una rápida adaptabilidad al medio, se asume como el dinero: se encuentra en la poesía, colgando de los dedos de un activista, en una pancarta, en la forma del pelo de Eric cuando va al barbero, o como testigo del desenlace de la novela.
La rata reaparece como un símbolo; una alegoría del sistema que destaca sobre otros símbolos posibles: figuras cuyo significado emerge de la correlación con otras figuras dentro del sistema, como la asimetría de la próstata, la concavidad de una pastilla de jabón, un hongo de un pie, o las omnipresentes limusinas blancas que utilizan tanto el presidente de los EE. UU. como Eric, y que expresan tanto el poder como el aislamiento.
El estilo de DeLillo ofrece una lectura asequible que nos lleva a terrenos metafóricos donde cabe cierto lirismo de ambiente urbano y globalizado; el uso de neologismos de la voz delilliana nos sitúan en ese registro semántico que caracteriza su eclecticismo técnico y metafísico. A pesar de que el narrador suele provocar irrealidad, así como sus descripciones lenticulares, su voz nos descubre la extrañeza en un mundo que vamos desconociendo a medida que avanzamos. Su tono reflexivo contiene algunos aforismos memorables.
A DeLillo no le apetece tanto entretener al lector como sumergirlo en su ficción sin preocuparse por el realismo: lo implica desde la narración en la idea. DeLillo prescinde de la intriga para acercarnos a lo fabuloso que posee lo contingente del capitalismo global. Cosmópolis se focaliza en la fenomenología de una conciencia de la economía global, más que en el naturalismo de una realidad objetiva.
Según palabras de Martin Amis, DeLillo sería más un escritor tipo B, aquel que se centra en la idea de la época que vive, que un tipo A, aquel que se centra en el desarrollo de los personajes y la trama; por eso, DeLillo puede resultar al lector tradicional un acercamiento a la lectura posmoderna, un tanto lírica y descarnada, pero nunca indiferente. Comparado con Palahniuk, DeLillo prescinde del laconismo telegráfico y el humor. Pero mientras que el primero hace novela con la posmodernidad, el segundo hace novela de la posmodernidad.
Cosmópolis podrá parecer una ficción sobre Manhattan y sus vínculos con el mercado asiático, pero nos ofrece una peripecia del pensamiento moderno, desde el tono del narrador apoyado en una conciencia; así como una deconstrucción de quienes vivimos este, nuestro Mundo Feliz, nuestro mundo-ciudad, o nuestra ciudad-mundo. Su estilo refleja las contradicciones de su tiempo.
¿Y si la voz del narrador que nos habla fuera la conciencia de nuestra economía?